Jóvenes de la Carpa y el Curundú menos contado



Texto y Fotos: Shekina Hinestroza

En una cocina improvisada en un patio de un barrio caliente de la ciudad de Panamá, Daniel cocina para sus vecinos. Es la 1 de la tarde de un viernes de septiembre y mientras él pica un ñame, a su lado alguien vigila un arroz con manteca de puerco. Más allá, una joven seca el sudor que le cae de la frente con su mano, mientras ojea una olla con 90 libras de yuca suavizando en el agua hirviendo. Son parte de los 20 voluntarios y voluntarias de la Carpa de Cine de Curundú, la Carpa, que preparan un sancocho gigante. En un rato más, repartirán la que podría ser la única comida del día de más de cien niños y niñas del barrio.

—Llamemos ya a los niños —dice Daniel, la voz agitada del apuro.

Daniel es uno de los voluntarios que trabajan desde hace dos años en el centro cultural que ningún gobierno construyó en el barrio: Ingueto, la Carpa, una idea de la Fundación Mente Pública que terminó de tomar forma con los vecinos. La gestionan 20 jóvenes, entre los que está Daniel —18 años, ojos pensativos y voz alegre—, que ahora tiene el apuro del hambre y empieza a servir con ahínco a los niños, descalzos o con chanclas, sin camisa y uno que otro en pañales, que ya son muchos.

Junto a otras compañeras, Daniel los acomoda en fila y pasa uno por uno, llenándoles el plato, con su debido distanciamiento y desinfección de manos previo. Al cabo de media hora, todos los niños de la hilera se habrán ido con el suyo, algunos a su casa, otros a una canchita en frente de la cocina.

En el barrio más estigmatizado de la capital del país del Canal, durante la pandemia el virus no amenazó tanto como el hambre: casi no hay trabajo y la mayoría de los niños y niñas viven solo con la madre, que casi siempre es trabajadora informal. Daniel y sus compañeros quisieron hacer algo al respecto: organizar ollas populares, festivales de arte, colectas de juguetes. Actividades que durante la crisis de la Covid-19 no aparecieron en las noticias como las balaceras y el incumplimiento de toques de queda, pero aquí se ven todo el tiempo: jóvenes salvando del hambre y del hastío a su gente.
Curundú es un rincón de un kilómetro cuadrado, donde viven más de 18 mil personas apiladas en viviendas multifamiliares, las multis: edificios de cuatro pisos y colores pasteles que parecen sacados del set de una película brasileña surrealista. La pequeña franja entre la antigua Zona del Canal y la periferia de la ciudad, no siempre se vio igual: hasta la 'Renovación Urbana' era un barrio de casas tambo y apartamentos descascarados, sin agua potable y con sistemas eléctricos deplorables.


En 2010 el expresidente Ricardo Martinelli prometió convertirlo en un barrio moderno y encargó a Odebrecht que cambiara su fisonomía. Sin pedir la opinión de los vecinos, la empresa brasileña protagonista de uno de los mayores escándalos de corrupción, el Lava Jato, construyó y repartió 64 torres de apartamentos deficientes y costosos a cambio de deuda para los residentes. Hoy en las multis ni siquiera hay lavamanos dentro de los baños.


Lo que no ha cambiado es su gente: una población trabajadora y de pocos ingresos, que llegó al barrio primero en 1925 —cuando un alza en los precios de arrendamiento hicieron que los desalojaran de sus casas— y luego en 1960, cuando la falta de oportunidades en otras provincias los obligaron a emigrar a la ciudad. También hay familias colombianas que huyeron de la guerrilla durante los noventa.


Ahora hay menos trabajo, más camarones y muchos niños: es el tercer corregimiento con más niños de 0 a 4 años, con 1,558.8, después de Santa Ana. La niñez curundueña, que durante más de 60 años jugó a las escondidas sobre aguas servidas, ahora juega policías y ladrones entre las multis y va a ver películas a la Carpa.





Cada vez tiene más problemas. Con la mayoría trabajando como cuentapropista y un abandono de larga data por parte del Estado, la niñez crece siendo testigo de las más inverosímiles formas de violencia entre pandillas o de la misma policía contra la gente. Los adolescentes suelen ser el blanco de ambos. El centro de Salud sufre de un mal nacional: falta de mantenimiento y escasez de medicamentos. Los escasos parques infantiles están rodeados de agua y aire contaminados, por la falta de un sistema de saneamiento público. Los edificios están rodeados por kilos y kilos de basura. Los brazos de los niños, llenos de picaduras infectadas.


—En muchos casos son hijos de padres jóvenes —dice Astrid, 26 años, voluntaria de la Carpa—. Más jóvenes que nosotros.


Conscientes de eso, en 2018 la Fundación Mente Pública gestó la Carpa, que tomó forma con la intervención de los vecinos y los jóvenes como un espacio autogestivo de aprendizaje colectivo, memoria histórica, derechos humanos y servicio social. Todos los meses, con la gestión de los 20 jóvenes voluntarios, más de treinta niños y niñas de entre 5 y 10 años aprenden allí danza, siembra, pintura, limpieza comunitaria, cómo tomar fotografías o hacer películas con el celular, como el cortometraje 'Si el parque hablara'.


—Nuestro enfoque principal es mostrar cine educativo, arte y cultura —cuenta Daniel—. Pero en pandemia nos ha tocado hacer donaciones de juguetes, kits de limpieza, comidas hechas y cosas así.




El problema fue que la Carpa —un cuadrado sin techo rodeado de barras de acero donde caben 25 niños— tampoco podía abrir en pandemia por las medidas dispuestas por el gobierno. Pero Daniel y los demás jóvenes no se quedaron de brazos cruzados: desde el Centro de Operaciones de la Carpa en un apartamento de una de las voluntarias —45 metros cuadrados, una sala de azulejos naranja, dos cuartos y un baño—, coordinaron la acciones comunitarias en tiempos de Covid-19.


—Por la pandemia muchas cosas han cambiado —dice Daniel— . Uno no puede hacer las cosas que más le gusta, ni el deporte ni cuidar a la familia, pero con la Carpa hemos logrado trabajar sin apoyo institucional.
—¿Y eso te consuela por lo que no puedes hacer?
—Sí. Y mi familia me felicita siempre por pasar mi tiempo así y no estar de ocioso.


Al Centro de Operaciones de la Carpa suelen llegar invitados a dar charlas de temas tan variados como educación sexual o emprendimiento, pero eso a nadie parece importarle: no es noticia. Daniel y sus amigos, de todas maneras, abren las puertas para que los niños usen Internet para hacer sus tareas de la escuela o para planear la próxima colecta de juguetes y lavar las verduras para el sancocho más sabroso que comerán el viernes de septiembre.

Las ollas comunes se han convertido en una dinámica necesaria de supervivencia colectiva. En Curundú, la cuchara la revuelven los jóvenes de la Carpa, que hacen lo que otros no: atender con acciones concretas los problemas cotidianos, de larga data, en un hábitat heterogéneo, rico en folclor pero desatendido por todos los gobiernos de turno.

—En la normalidad, sin covid, a veces traían bolsas de comida pero eso era muy de vez en cuando. Ahora es cada 15 días, cada mes —dice Daniel—. La normalidad aquí es que nunca venga nadie, con pandemia o sin pandemia.

Como no hay comida, hay hambre. Mucha. Y también desnutrición. Los últimos indicadores oficiales sobre el asunto que registra el Ministerio de Salud (Minsa) son del 2017 e indican que la anemia infantil es un fenómeno que prevalece en la población menor de 5 años. Para evadirla, en la niñez necesita comer alimentos ricos en hierro como la espinaca y el pescado, tener una dieta diversificada y rica en micronutrientes y mantener una higiene básica para reducir el riesgo de infecciones que provoquen pérdidas nutricionales, entre otras cosas. Sin embargo, las bolsas que reparte el gobierno en Curundú tienen aceite, arroz y pasta: alimentos que llenan, pero no alimentan.

—Con la pandemia muchas familias tuvieron que empezar a comer solo dos veces al día, para ahorrar —dice Daniel—. En mi casa sí comemos 3 veces al día: arroz, menestra y presa.


Unicef reveló cifras descarnadas en un informe publicado en junio: el 77 por ciento de los hogares, la mayoría de ellos con niños, niñas, o adolescentes, declaró haber perdido sus ingresos total o parcialmente, y a un 59 por ciento la pandemia le afectó la cantidad o el tipo de comida. En una encuesta posterior, de noviembre, el 56 por ciento indicó que no llegaba a los 400 dólares mensuales, mientras la canasta básica ronda los 300. La mitad de los encuestados dijeron no haber recibido ayuda.

“La seguridad alimentaria existe cuando todas las personas tienen en todo momento acceso material y económico a alimentos nutritivos para satisfacer sus necesidades alimenticias”, estableció la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y Alimentación (FAO) en la Cumbre Mundial de la Alimentación de 1996. La principal limitante para acceder a una cantidad y calidad suficiente de alimentos en lugares como Curundú, es el nivel de ingresos de las familias. Los puestos de vegetales y frutas son escasos en la comunidad, mientras que una sopa instantánea ultra procesada cuesta medio dólar en la tienda del chino, a la vuelta de la esquina. Los alimentos más baratos y más a mano son los que menos nutren.

En la Carpa están conscientes y por eso cocinan un sancocho nutritivo con zapallo, otoe tubérculos, cebollina y hojas como berro y cilantro.


El viernes de septiembre, Yesny, la madre de una de las gestoras, junto a dos voluntarias más, se levantó a las 4 de la madrugada para ir al Merca Panamá, ubicado a 40 minutos en bus desde la terminal de Albrook, a buscar donaciones de vegetales y frutas para cocinar. Antes, el mercado se encontraba en la boca del corregimiento de Curundú, en un lugar donde ahora hay escombros, y desperdiciaba 30 toneladas de vegetales al mes porque la población no los consumía o porque a los vendedores no les gustaba su forma. El Ministerio de Desarrollo Agropecuario (Mida) no contabiliza los alimentos que se tiran, ni ahora ni antes de la pandemia.

Luego de seis horas de trabajo —después de lavar las verduras, cortarlas, cocinarlas, hacer el sancocho, servirlo, repartirlo—, a las 3 de la tarde, Daniel junto a los otros voluntarios seguían repartiendo el sancocho en vasitos de foam a los pocos niños que se habían quedado sin. La mayoría de los que quedan viven en la calle contigua, difícil de cruzar por las riñas que hay entre las pandillas de pistoleros de barrio. "Agachate, que te tiran plomo" bromean entre los voluntarios.

—A pesar de que a los ojos de todo el mundo no sea un buen barrio, porque nos ponen la etiqueta de que somos delincuentes o por lo que sea —dice Daniel mientras junta restos—, mi comunidad tiene muchas cosas buenas. Tiene gente agradable. La mala la ves aquí como en cualquier parte.

Hacia las cinco de la tarde, el sol esquinea los techos de la casas de tambo. Una camioneta pickup Hilux negro avanza rauda por la calle principal y frena: es el representante del corregimiento. El hombre, fornido y sonriente, baja diciendo que pasa por ahí de casualidad y quiere saludar y felicitar a la organización de la olla común.

Los voluntarios le cuentan, por enésima vez, las necesidades del barrio. El representante muestra preocupación, sonríe y sigue. Aún no se habían enterado de la noticia triste del día: la muerte de una señora del barrio, a quien la Carpa había asistido con alimentos y reparaciones en su casa, por un cuadro de desnutrición.

* Esta historia fue realizada en el marco del taller Contar la Infancia, de Concolón en alianza con Unicef.



Publicado en: https://www.revistaconcolon.com/la-infancia-no-cuenta/los-jovene-de-la-carpa-y-el-curundu-menos-contado.html

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