La primera casa fue destruida por el fuego el 5 de junio, también tras el impacto de un proyectil de gas. Ese mismo día, el Servicio Nacional de Fronteras (SENAFRONT) se apresuró a negar responsabilidades y difundió un comunicado en el que culpaba a los propios manifestantes del incendio. El video que acompañaba la declaración no aportaba ninguna prueba clara. Pero en el pueblo, los hechos contaban otra historia.
Un equipo de Associated Press, presente en la comunidad, documentó cómo unidades de SENAFRONT, equipadas con equipo antidisturbios, lanzaban gases lacrimógenos y disparaban proyectiles de metal recubiertos de goma contra los manifestantes. Uno de los reporteros observó cómo una lata de gas impactó el techo de paja de una casa y provocó el incendio.
Pero la violencia policial no comenzó ese día. Los primeros reportes de uso desproporcionado de la fuerza en Arimae datan del 15 de mayo, cuando la Coordinación Nacional de Derechos Humanos de Panamá (CNDHP) denunció públicamente el uso excesivo de gases lacrimógenos y el empleo de escopetas calibre 12 con munición de perdigones, cuyos restos quedaron esparcidos en la carretera. Los testimonios recogidos hablaban de personas heridas, miedo y rastros de munición regados por la carretera.
El 20 de mayo, la comunidad enfrentó otra jornada de represión. El gas fue tan intenso que formó una nube gris que entró en las casas. Varias personas sufrieron heridas por perdigones en la cabeza y el rostro. Niñas, niños y adolescentes sufrieron crisis respiratorias y secuelas emocionales. Videos grabados por vecinos mostraban las calles cubiertas con municiones.
“Con miedo tuvimos que buscar la montaña”, relató una mujer con su bebé en brazos, mientras narra cómo huyeron junto a otras familias. En las imágenes se observa a personas enfermas, ancianas y niños cruzando un río, algunos cargados por sus madres, abuelas o hermanas mayores.
Durante la madrugada, muchas familias permanecen escondidas sin saber si la policía regresará. A las 7 a.m., unidades policiales vuelven a lanzar gases directamente contra las casas. Algunas ingresan a las viviendas. Los residentes son desplazados por la fuerza, sin alimentos ni protección, en condiciones de extrema vulnerabilidad.
La CNDHP calificó estos hechos como desplazamientos forzados internos. Desde el 31 de mayo, alertó sobre una crisis humanitaria en la zona, que afecta especialmente a niñas, niños, personas mayores y con discapacidad.
El 5 de junio, además del incendio de una casa, un adolescente recibió más de 20 impactos de perdigones. Ese día también hubo denuncias de allanamientos sin orden judicial, detenciones arbitrarias e invasión de propiedad privada.
“A nosotros nos quieren matar”, gritó una mujer que buscaba refugio en el monte.
La violencia no se detuvo. El 7 de junio, unidades policiales volvieron a lanzar gases lacrimógenos de forma indiscriminada.
El desplazamiento forzado es una violación grave de los derechos humanos. No requiere una guerra ni un conflicto internacional para configurarse. Basta con que una comunidad sea obligada a abandonar sus hogares por miedo, por gases tóxicos, por la invasión de sus viviendas, por incendios provocados o por amenazas directas. Eso es precisamente lo que ocurrió en Arimae. Y lo ocurrido allí no fue un exceso aislado, sino parte de un patrón sostenido de represión.